miércoles, 22 de febrero de 2017

Don José Gea, Misionero

Don José fue siempre misionero. Misionero es el que, al modo de Abrahán, siente de Dios que debe salir de su tierra natal, a la que ama, para buscar su verdadera patria, es decir, el lugar al que Dios le envía, la misión a la que Dios le llama. Sin el Señor y la relación con  Él no es posible comprender al misionero.

El camino incierto, la lengua extraña, el futuro desconocido, el peligro posible o las dificultades que le esperan, no sólo no le acobardan, sino que son expresión y parte de su propia entrega, de la verdad de la llamada y de la autenticidad de la respuesta.

El misionero cumple a cabalidad el seguimiento de Cristo, pues ha ido a buscar a la oveja perdida, y así, a sí mismo se ha dado por perdido. "Todo lo doy por perdido excepto el conocimiento de Cristo Jesús. Por Él lo perdí todo" (Flp 3,8).

En realidad, desde que venimos al mundo, la vida consiste en seguir a Cristo por ese camino en el que nadie es extraño, y, sin embargo, todos los somos de algún modo. Venimos porque Él nos llamó a la vida. Y, como Él es nuestro pastor, nada tememos, por oscuras que sean las cañadas  de la vida, y peligros haya en el camino. Podemos poseer muchas cosas, regalo del amor del pastor. Pero ninguna de ellas nos debe poseer. Porque lo único que conservaremos será ese amor. Y, de lo demás, se trata de tener como si no tuviéramos, porque las apariencias de este mundo se terminan (1Cor 7,31; 1Jn 2,17).

Pero misionero no es sólo el que sabe que nada en este mundo le puede retener definitivamente. Misionero es también el que tiene un tesoro que llevar, una noticia, quizá en vasos de barro, pero una noticia, por la que vale la pena dar la  vida, que transmitir. Si no se tiene, no vale la pena correr medio mundo para hacer un discípulo y volverlo a otro doblemente digno de castigo (Mt 23,15). En realidad sólo el que lleva la alegría del Evangelio puede ser misionero. El que ha sentido el perdón y puede transmitir el perdón y la noticia del perdón. El que ha sentido la plenitud y transmite que esa plenitud existe. Ése puede ser misionero.

Pues bien, Don José Gea fue así. Llevaba desde niño ese encuentro con Jesús que llenaba su alma. Vivió con Don Jesús Pla la urgencia, la alegría, la transparencia, el amor, los ojos del Evangelio en aquella Moncada de mi niñez, pues parecía que era Cristo quien miraba a los niños, a los jóvenes, a los adultos. Manifestó esa esperanza que no la tiene quien no ha tenido el encuentro con el Señor. Predicaba con la sencillez y la profundidad de quien no cuenta lo que le han dicho, sino lo que ha visto, y oído al mismo Señor que le habló en su alma.

Y no tuvo reparo, por ser obispo, de venir a suplicar a dos pobres curas, que habían sido sus discípulos (Vicente Folgado su secretario, yo su seminarista) que le dejaran un lugar en la casa que ocupaban en ese barrio de Lima, en que desarrollaban su ministerio, para ejercer el amor al Señor, ilusionado como cuando joven, amando a las ovejas que, sintiendo al pastor, se le acercaban constantemente.

En ese tiempo atendía el confesonario, daba catequesis a las seis de la mañana los domingos con el templo lleno (la primera misa, a las 7 am., reúne habitualmente a quinientas personas o más, media hora antes ya están todos).

Publicó sus libros, especialmente un catecismo para catequistas que incluye el tema de la oración,  y "Jesús catequista", una introducción donde Jesús, a través de cuentos, enseña a los niños el secreto de la fe católica, así como dos catecismos para la confirmación, que pudimos seguir en la parroquia.

Fomentó las vocaciones, que surgían constantemente cerca de él, dirigía constantemente a muchísimos seminaristas, religiosas y fieles, que se reunían en torno suyo y de tantas personas que formaban alrededor de él como una especie de movimiento espontáneo. Especialmente ayudó a un instituto secular femenino que floreció con muchísimas personas simpatizantes que tenían mensualmente un retiro espiritual con él; atendía también retiros para seminaristas, sacerdotes,  los retiros del clero del Perú, etc. y ayudó en los casos que le consultaba el Episcopado peruano, el Obispo de la Diócesis, e incluso personas de toda condición, que querían un consejo de alguien que estaba constantemente en oración.

Porque Don José se levantaba a las cinco de la mañana o antes, y, cuando los demás se despertaban, había estado ante el Santísimo, había escrito sus homilías, había respondido a consultas por internet y había escrito en los portales religiosos de la red. Y eso no le impedía seguir alegre en los distintos campos de evangelización que abría el Señor en esta parroquia: jóvenes, adultos, retiros, enfermos, niños, catequesis…. Y todo eso, sin embargo, no lo hacía solo. Daba juego a los demás. A nadie nos faltó trabajo.

Tuvo que volver a Valencia, llevado también por el Señor, que, como un viento, mueve con su Espíritu a sus elegidos. Fue probado por la enfermedad  y por la historia maravillosa que le esperaba en su tierra natal. Siguió dando testimonio entre sus paisanos.

Y un día, sin que pudiéramos creerlo en Lima, el Señor le llamó.

Ahora estará el siervo bueno y fiel con Él. Estará con Él el que no tenía reparo en confesarse con sus discípulos. Estará con Él tan feliz como vivió. Con todos los santos que le acompañaron en la vida.

Bendito sea, y bendita su familia, y benditas las personas que pudimos gozar de su compañía en esta tierra.

 

César Buendía Romero