jueves, 16 de marzo de 2017

FRAY MIGUEL DE PAMPLONA, CORONEL, CAPUCHINO y OBISPO DE AREQUIPA

 

El Episcopado ha sido en la historia de América el verdadero artífice de la organización y creación de la Iglesia. Su labor se refleja en los numerosos concilios provinciales y sínodos diocesanos convocados, así como en las visitas pastorales y fundaciones (pueblos, seminarios, hospitales), sus aportaciones culturales (sermones y pastorales, donación de libros, creación de colegios y la propia Universidad). En Arequipa, sin ir más lejos, lo vemos en calles, monumentos, estatuas, cole­gios, hospitales...tales como los de Goyeneche, Chaves de la Rosa, Ballón.

 

En la selección de los candidatos se tenía en cuenta su formación teológica, su experiencia de gobierno y su ejemplaridad de vida. Así lo afirman especialistas, como P. Castañeda, que atribuye a los prelados "una extraordinaria influencia en el conjunto de las decisiones adoptadas sobre la conformidad de la estructura colonial en su globalidad y muy especialmente sobre el ideario de la misma".

 

 El obispado de Arequipa fue creado en julio de 1609, desmembrándose del de Cuzco del que había dependido desde los tiempos del P.Valverde, su primer obispo, hasta la fecha. De los 40, 9 no llegan a entrar en la Ciudad Blanca, aunque uno de ellos, el primero, Cristóbal Rodríguez, dominico salmantino, venía de camino cuando le sorprendió la muerte en Camaná un 4 de noviembre de 1613. Tampoco pudo llegar el zamorano Juan Cabezas Altamirano que murió un 19 de diciembre de 1615 en Guatemala, tres meses después de su nombramiento. A la tercera, por tanto, fue la venida; fue así como un 1 de agosto de 1619, Arequipa recibía llena de júbilo al agustino riojano fray Pedro Perea quien fundó el seminario conciliar de san Jerónimo, comenzó la construcción de la catedral y visitó la dilatada diócesis.

 

Como acertadamente sintetizaba nuestro querido don Fernando Vargas en la clausura del primer congreso peruano de Historia Eclesiástica, Arequipa 1990:

 

"muchos de sus pastores destacaron especialmente por su santidad de vida, así como por sus cualidades intelectuales y de gobierno orientadas a la búsqueda de una organización más eficaz para el servicio del Pueblo de Dios, expresado en particular en la vivencia de un intenso amor preferencial por los pobres y necesitados, y al celo por llevar el Evangelio hasta los más alejados poblados bajo su cuidado".

 

De la dificultad de esta misión sabía mucho el que fuese Deán del Cabildo, D. Pedro de Santamaría, a quien le tocó convivir con 5 obispos arequipeños, los años 1754 a 1791, haciéndose cargo de la diócesis en los tiempos de sede vacante. En una carta escrita en octubre de 1767 dirá:

 

"De deán espero desempeñar mi obligación y contemplo que de obispo no pudiera porque son sin número los cargos y especialmente en este Reino; me reconozco sin la virtud y literatura que necesita tan alta dignidad y sin las circunstancias que advierte S. Jerónimo".

 

Cabe destacar, entre otros, a Pedro Villagómez quien continuó la edificación del templo catedralicio, celebró el primer Sínodo Diocesano en 1635 y formuló e imprimió un catecismo de la doctrina cristiana, mandado traducir a la lengua puquina; sobrino de santo Toribio Mogrovejo, fue un firme impulsor de la causa, y destacó por su obra "La idolatría de los indios".

 

Preocupado por la formación del clero y la promoción de vocaciones nativas destaca Pedro de Ortega y Sotomayor. El agustino Fray Gaspar de Villarroel, sin dejar esta misión y la construcción de la catedral, escribió la célebre obra "El Gobierno Eclesiástico Pacífico o Unión de los dos cuchillos: Pontificio y Regio". El cordobés fray Juan de Almoguera, trinitario, predicador del rey Felipe IV, estableció las "Conferencias Morales, se esmeró en el trabajo con los seminaristas y tuvo el honor de consagrar la catedral un 16 de abril de 1673. Esta labor formativa la continuó Antonio de León, el cual convocó el segundo sínodo diocesano en 1685, fundó la primera escuela pública de primaria y dirigió espiritualmente a sor Ana de los Ángeles Monteagudo, iniciando su proceso de beatificación

 

En el S.XVIII cabe destacar a Juan de Otárola Bravo de Lagunas, especialmente sensible a los enfermos y desvalidos, especialmente con motivo de la peste de 1719, Mons. Juan Cavero de Toledo que colaboró en el embellecimiento de Arequipa, nivelando sus calles, reconstruyendo las ca­sas...Bravo de Rivero edificó y fundó el monasterio de santa Rosa en 1747. Manuel Abad Illana, premostratense vallisoletano, catedrático de la Universidad de Salamanca, fundador del colegio de misioneros de Moquegua, defensor de los indios frente a los corregidores, promotor de la devoción de Nuestra Señora de Cayma, y que mereció una biografía de parte de su secretario el popular Juan Domingo Zamácola.

 

Nuestro biografiado Fray Miguel González Pamplona, antaño brigadier y coronel militar y hogaño fraile capuchino, cuando giraba su visita pastoral por Moquegua en 1784 tuvo lugar el terrible terremoto que adelantó su regreso y se aprestó a colocar una de las cruces de las torres de santa Teresa en la cima del Misti.

 

A finales de siglo descuella singular y señera la figura de Pedro José Chaves de la Rosa, moderno reorganizador del Seminario para el que donó los 1.498 libros de su biblioteca, fuente cultural de los próceres de la naciente república, fundador del orfelinato para niños desvalidos.

 

Miguel de González de Bassecourt

Célebre misionero capuchino, nacido en Pamplona el 23 de abril de año 1719 y muerto en Madrid el 1 de marzo de 1792[1]

Fue el hijo primogénito de Juan González Valor, teniente general de los Ejércitos y gobernador de Pamplona y su ciudadela, precisamente en los días de su nacimiento. Era, además, caballero de la Orden de Santiago y Alcántara. Su madre María Francisca Catalina provenía de Flandes y había sido camarera de la reina Isabel de Farnesio y aya de su hija, la infanta Isabel María de Borbón. La familia tuvo 8 hijos, cuatro varones y cuatro mujeres. Fue bautizado al día siguiente de nacer, el 24 de abril, se formó en el colegio de los PP. Jesuitas donde cursa sus estudios de latinidad. Terminados éstos a sus catorce años, se enroló en el Ejército. El 15 de noviembre de 1733 fue armado caballero de la Orden de Calatrava, siendo presentado por su madre, pues su padre ya había fallecido. Pasó poco después al ejército de Italia con el grado de alférez, participando en la batalla de Bitonto (1734) y en la reconquista de Nápoles y Sicilia. En la batalla de Velletri -1744- en la que peligró la vida del rey Carlos de Nápoles, también Miguel fue herido, pero fue ascendido al grado de coronel y agregado al regimiento de Murcia. como ayudante del general conde de Gages, jefe del ejército español en Nápoles, con el que participará en las campañas de Parma, Tortona y Placencia en 1745.

Por estos años Miguel experimenta una conversión espiritual en su vida que le llevó a trocar su prometedora vida militar por la milicia espiritual del convento capuchino de Guastalla (Parma), un 19 de noviembre de 1751. Profesa solemnemente un año después y comienza sus estudios teológicos con el Padre Angélico de Sassuolo. Fue ordenado de sacerdote en 1753.

Cuenta su biógrafo que "llevado de la fuerte impulsividad y arrojo…se dedicó a una intensa vida de piedad, admirando a todos por su austeridad y pobreza, y deseando ardientemente trasladarse a tierras de infieles para ganar almas para Dios" (f.744).

Con tal objetivo, a fines de 1760, viajó a Roma con el Padre Lorenzo de Zibello, buscando el consejo del definidor general P. Pablo de Colindres. Parece ser que éste –deseoso de renovar la Orden- le ganó para la causa de establecer conventos donde se viviese con mayor rigor la Regla Capuchina. Así consiguió el apoyo de doce religiosos decididos a aplicar tal género de vida, la autorización del infante Felipe de Borbón, y del propio general P. Colindres. Tal iniciativa, sin embargo, no fue aprobada por el provincial y se quedó en proyecto.

Lo que sucedió es que el 1 de septiembre de 1773 le concedieron pasar a la provincia de Valencia donde funcionaba el observante colegio misionero de Monóvar. Desde allí sus sueños misioneros se vieron cumplidos y fue elegido como presidente de la expedición misionera a Santa Marta y Riohacha, en Colombia. Además de la dirección de los 20 misioneros sele inviste con el cargo de visitador de las Misiones capuchinas de Santa Marta, Río Hacha y Valdeolupar, en el virreinato de Nueva Granada, partiendo el 12 de marzo de 1775, desde San Sebastián. Allá deben cubrir el hueco dejado por los jesuitas, recientemente expulsados; evangelizan con celo la región y, ganándose del apoyo del virrey -un antiguo compañero de armas- gestionó la fundación de un hospicio de capuchinos –San Felipe Neri- en Santa Fe, año de 1777.

Intentó sin resultado la fundación de un colegio de misioneros en Cartagena de Indias. Visitó los poblados de los indios chimilas y goajiros. Debido a su impetuosidad y manu militari no logró entenderse con el prefecto de la misión, Padre Antonio de Alcoy, por lo que regresó a España. Gracias a su amistad con el rey Carlos III, consigue el permiso de regresar con doce misioneros para el hospicio de Bogotá, en 1778. Vuelve a España en 1780 con el fin de conseguir más misioneros.

En uno de sus viajes a la península fue hecho prisionero por los ingleses y conducido a Londres; pero al año siguiente, 1782, se hallaba ya en libertad, pudiendo volver a Madrid. Este mismo año es nombrado obispo de Arequipa, se embarca en Lisboa, es consagrado como obispo en Río de Janeiro el 30 de junio y toma posesión de su nueva diócesis el 22 de febrero de 1783. Bien pronto se puso a trabajar en la reforma de costumbres, acometiendo con meticulosidad la visita pastoral diocesana, cuidando con celo de los monasterios femeninos y fundando un hospicio para pobres en el antiguo colegio de los PP. Jesuitas, que dotó con las rentas episcopales. Por aquellos tiempos, Perú cuenta con dos virreyes navarros, Guirior y Agustín de Jáuregui (desde el 21 de junio de 1780) con los que nuestro obispo se entenderá a la perfección.

Los tiempos eran harto difíciles como demuestra la revuelta de Túpac Amaru. Precisamente Fray Miguel buscará sosegar los ánimos excitados por la sacudida tupacamarista, a pesar del perdón otorgado por el virrey Jáuregui[2]. En su programa episcopal figura la reforma  de los sastres, la disciplina sobre las dueñas encopetadas, la resolución del pleito de las monjas de Santa Catalina, buscar alojamiento para viudas y doncellas, la reforma del seminario y la creación del hospicio a modo de Casa de Cáritas para mendigos y refugiados de la revuelta.  En ocasión del terremoto de 1784, se entregó públicamente a desusados actos de penitencia y distribuyó sus rentas entre los necesitaos.

Antonio Álvarez  y Jiménez, Intendente de Arequipa, envió una expedición a escalar el volcán Misti, que se eleva sobre la ciudad, levantando planos de sus laderas e incluso del mismo cráter, en una ascensión que casi acaba con los arriesgados supuestos vulcanólogos: dos oficiales militares, un cartógrafo y un vecino acaudalado de la ciudad, a los que se les sumaron varios indios cargadores; cargadores que en el último repecho, enterrados en ceniza y casi asfixiados, se negaron a seguir en un acto de sensatez, siendo científicamente impelidos a ello a fuerza de amenazas y algún pescozón.  Esta ascensión motivó un completísimo informe del Intendente, que acompaña a la Visita, con todo tipo de observaciones físicas y químicas, y donde hace constar que, para que en la ciudad creyeran que, efectivamente, habían llegado a la cima, había ordenado que los expedicionarios tirasen desde allí gran cantidad de fuegos artificiales. Con ello, según Álvarez y Jiménez, quedaron todos los vecinos convencidos de que con él las cosas iban en serio, y que no había nada demoníaco en un simple volcán.  No obstante, también mandó colocar en la cima una cruz de hierro, que le dio el Obispo Fray Miguel de Pamplona, y que fue ascendida trabajosamente hasta allí arriba a lomo de indios.  Ciencia, pero también tradición. Obviamente, semejantes cálculos e informaciones durmieron el sueño de los justos en el legajo de la visita[3].

 

 

Ricardo Palma con la gracia que le caracteriza dedicó una de sus célebres tradiciones a nuestro obispo, precisamente la que nos habla las dificultades habidas durante su pontificado con el Cabildo catedralicio, lo que motivó su renuncia del episcopado de Arequipa y su vuelta a España a fines de 1786.

Nombrado obispo (cargo que él se resistió a admitir, pero que el rey lo forzó a aceptar), trató a su coro de canónigos arequipenses como había tratado a sus subalternos en el ejército; y muchas veces al reconvenir a clérigos remolones o a curas que descuidaban el cumplimiento de sus deberes eclesiásticos, olvidábase de que era obispo y se le escapaba esta frase:

-Como no ande usted derecho lo planto en cepo de ballesteros; y ¡cuenta con insubordinárseme! porque lo fusilo. Conmigo no juega nadie, señor mío, ni recluta ni veterano.

Una bula del Papa Benedicto XIII prohibía a los eclesiásticos el uso de peluca o cabellera postiza, ordenanza que fue (y continúa siendo) desatendida por los obispos. Pues fray Miguel, en pleno coro de canónigos le arrancó a uno el peluquín, diciéndole:

-¡Ah, pelimuerto! Devuelva esos pelos a la sepultura que los reclama.

Y al canónigo, que era otro cucaracha de la Granja, nadie lo conoció desde entonces sino por el apodo de Pelimuerto.

La aspereza de su genio le conquistó el desafecto del clero arequipeño, y desengañado y cansado de luchar sin fruto, hizo fray Miguel en 1786 formal renuncia del obispado. Volviose, pues, a su convento de Madrid, donde murió en 1795 a los setenta y tres años de edad.

Retratado a vuelapluma el personaje, entremos en la tradición.

Cuando el coronel Pamplona cambió de uniforme, acompañolo al claustro un soldado que hacía años era su asistente. Ordenado aquél, vistió éste el hábito de lego capuchino; pero no se avino a dar a su superior tratamiento frailuno, y continuó llamándolo mi coronel.

Trájolo el obispo a América e hizo de él su mayordomo o ayuda de cámara o factótum. El Sr. Pamplona no tenía confianza en nadie más que en el hermano Saldaña; pero cuando pillaba a éste en algún descuido se entablaba entre ambos el siguiente diálogo:

-¡Cabo Saldaña!

-¡Presente, mi coronel!

-Usted ha quebrantado el artículo tantos de la ordenanza, y merece por ende carrera de baquetas.

Y el señor obispo descargaba algunos garrotazos sobre las espaldas de su lego.

En seguida reflexionaba el ilustrísimo señor que si como coronel había cumplido con las leyes penales, en cambio había pecado como obispo, dando al traste con la evangélica mansedumbre que debe caracterizar a un mitrado, y asaltábanle mil devotos escrúpulos que le obligaban a arrodillarse a los pies de su lego, diciéndole:

-¡Hermanito, perdóname!

Saldaña no se hacía de rogar, acordaba el perdón tan humildemente solicitado, y el señor obispo iba a celebrar misa en su oratorio o en la catedral.

Esta escena se repetía por lo menos cuatro veces en el mes; pero una mañana aconteció que la paliza hubo de llegarle tan a lo vivo al lego, que cuando vino el momento de que el pastor se arrodillase, le contestó:

-Levántese su señoría, si quiere, que hoy no me siento con humor de perdonar.

-Pero, hermanito, no me guarde rencor, que eso no es de cristianos.

-No hay hermanito que valga. Toque a otra puerta. No perdono.

-Mire, hermano, que va a dejarme sin celebrar el santo sacrificio.

-Y a mí ¿qué?

-Va sobre su alma el pecado en que yo incurra.

-La paliza ha ido sobre mis costillas, y váyase lo uno por lo otro. No se canse, padre reverendísimo, no perdono.

Aquella mañana el señor obispo Pamplona se quedó sin celebrar.

Y pasaron dos semanas, y el lego erre que erre y la misa sin decirse. El buen prelado no se creía con el espíritu bastante limpio para tomar en sus manos la divina Forma.

Los familiares se alarmaron, recelando que su ilustrísima estuviera seriamente enfermo, y en breve la novedad cundió por Arequipa. Parece que aun se trató en Cabildo de hacer rogativas públicas por la salud del diocesano.

¡Quince días sin decir misa el que nunca había dejado de llenar este precepto!

Aquello era inusitado y daba en qué cavilar hasta al tuturutu de la plaza.

Al cabo de este tiempo aplacose la cólera de Saldaña y otorgó el perdón que todas las mañanas había estado solicitando en vano, su coronel y obispo.

Aquel día las campanas de la ciudad se echaron a vuelo. Su ilustrísima había recobrado la salud, pues celebró el santo sacrificio en la catedral.

Desde entonces el lego Saldaña empezó a echar mofletes. El señor Pamplona le hizo gracia de palizas, no volviendo a medirle las costillas con vara de acebuche.

 

Una vez en España, pasará a los conventos capuchinos de La Paciencia (Madrid), el 18 de julio de 1787, y el del Real Sitio de El Pardo. Siempre deseoso de vivir como observante capuchino, tenderá puentes con la Corte para ofrecerse como procurador de las misiones capuchinas de América, proponiendo incluso la necesidad de un cuarto voto para ir a misiones temporalmente. El Consejo de Indias atendió sus propuestas pero con buenas razones le informó que podrían alterar la misma estructura de la Orden y que en tal caso le correspondería a sus responsables.

El 1 de marzo de 1792, aquejado de una parálisis progresiva, moría devotamente, en el Convento de El Pardo.

BIBLIOGRAFÍA

ARBEIZA, T.de "Fray Miguel de Pamplona, coronel y obispo", Diputación Foral de Navarra, Pamplona, 1972

ECHEVERRÍA, J.A. Voz "González de Bassecourt, Miguel Fermín. Miguel de Pamplona" Diccionario histórico biográfico. Real Academia de la Historia, Madrid, 2011, pp.744-745

OTAZU Y LLANA, Alfonso de: "Hacendistas Navarros en Indias", páginas 243-245. V. también Ildefonso de Ciáurriz: Capuchinos ilustres de la antigua provincia de Navarra y Cantabria, 2 tt,, San Sebastián-Pamplona 1920-1926.

ZUDAIRE, Eulogio: "Fray Miguel de Pamplona Obispo de Arequipa" (1719-1792). En: Collectanea Franciscana N°40. Instituto Histórico Capuchino. Roma, 1970.

 



[1] De este capuchino ha escrito Eulogio ZUDAIRE: Fray Miguel de Pamplona Obispo de Arequipa (1719-1792). En: Collectanea Franciscana N°40. Instituto Histórico Capuchino. Roma, 1970.

[2] Se conservan dos cartas del obispo Miguel de Pamplona al de Cuzco, febrero de 1893, Juan Manuel de Moscoso y Peralta

[3] "Anadiplosis a la descripción topográfica del volcán de Arequipa nombrado Miste por los naturales, cuya relación presentaron los comisionados". 1787. Firmado por Francisco de Suero y Francisco Vélez. AGI. Estado. 75. "Plan del Volcán de Arequipa que antiguamente los indios llamaron Miste a cuyas faldas está situada la ciudad por la parte opuesta a él". AGI. Mapas y Planos de Lima y Chile. Nº. 102 b.